Estaba tan cansada como contenta de volver a la ciudad en la que creció. Su coleta y su cara lavada tras el vuelo Nueva York-Barcelona hacían que se pareciera más a la niña que jugaba y paseaba con su abuela Teresa por las calles de Gracia en aquellos veranos interminables de finales de los 80 que a la diseñadora de prestigio en la que se había convertido en la Gran Manzana.
Sus padres se habían conocido en el Born. Él, un camarero descarado a quien su simpática palabrería combinaba a la perfección con su pícara sonrisa. Ella, una morena y menuda norteamericana a quien la ciudad (y ese hombre) atraparon por completo desde sus primeros días en Barcelona, hasta donde había llegado para practicar su universitario español antes de volver a Princetone y poner en marcha una academia de idiomas.
Pero nada más lejos de la realidad. En lugar de enseñar español en Estados Unidos terminó dando clases de inglés en un pequeño local de la Calle Valencia, justo debajo de la casa donde se criaron Andrew y la pequeña Lisa. Un piso de sesenta metros cuadrados en el que vivían de alquiler, modesto y sin grandes lujos, salvo en la decoración.
Katherine había heredado de su madre, modista de profesión, la pasión por las telas y el diseño. Una afición que le llevó a decorar con esmero y un exquisito gusto aquel piso oscuro en el que había entrado por primera vez embarazada y de la mano de su recién estrenado marido, Rafa.
Un hobby que también heredó Lisa. De pequeña podía pasar horas y horas en la calle, en lugar de jugando con otras niñas, mirando curiosa de la mano de su abuela Teresa las fachadas de los edificios y los colores y formas de las cortinas que imaginaba tras las ventanas. En casa siempre llevaba entre manos las casitas y las muñecas, pero no las peinaba ni las vestía. Las convertía en diseñadoras de interiores de aquellos hogares y palacios que imaginaba y que, con las cuatro prendas con que desvestía a las muñecas, vestía las paredes de aquellos regalos navideños que “yo por aquel entonces no lo sabía, pero en realidad me permitieron desarrollar mis primeros proyectos de interiorismo, aunque por la combinación de colores y formas, mejor que quedaran olvidados en algún viejo baúl de juguetes”, recordaba Lisa en cada una de sus entrevistas.
Cuando llegó el momento de cursar sus estudios superiores, no tuvo ninguna duda. Había trabajado durante años los fines de semana con su padre en el bar para ahorrar y poder pagarse, aunque con ayuda de sus padres y de una herencia familiar, sus estudios de Diseño de interiores en Nueva York. Quería conocer también la parte materna de su familia, conocer más sobre su abuela modista y formarse en su gran pasión para hacer de ella su vida, como ya lo era en realidad, aunque sin ningún título.
Y lo consiguió. Vivió con una hermana de su madre, su marido y sus cinco hijos en una casa en las afueras de Princetone, desde donde cada día cogía un autobús que, hiciera sol, lloviera o nevara, la llevaban a sentarse en aquel pupitre neoyorkino en el que forjó su gusto innato –aunque ella siempre bromeara, modesta, sobre las combinaciones de sus infantes creaciones-, sus conocimientos textiles, su arte… Ése que dejaba boquiabiertos a sus profesores en cada uno de los trabajos que presentaba, después de prepararlos de manera incansable y tenaz en la pequeña buhardilla que hizo de habitación y de estudio.
Allí creó sus primeros proyectos de interiorismo para la empresa que regentaba el director de su escuela donde cursó sus estudios, que no pudo más que rendirse ante la elegancia y estética de los trabajos de Lisa y contratarla como diseñadora con apenas 21 años.
El primer proyecto que llevó a cabo fue la decoración de un pequeño hotel de Brooklyn. “Nunca lo olvidaré. Me cautivó desde el primer momento que lo vi –ese instinto también lo había heredado de su madre-, eran apenas dos alturas pero con veintitrés habitaciones, un hall enorme, un comedor también grande y una privilegiada parada de autobús en la puerta que haría las delicias de los turistas que vinieran a visitar Nueva York”, había recordado entre risas en una noche de copas tras cerrar el proyecto de decoración de un hotel de sesenta plantas en Shanghai para su propia empresa, ‘Gracia Textiles’, fundada cuando tenía sólo 25 años y talento y espíritu emprendedor a raudales.
Ahora, trece años después y tras haber recorrido y diseñado espacios en medio mundo, volvía a su Barcelona natal. A esa ciudad que la hacían sentirse tan grande y tan pequeña a la vez cada vez que aterrizada en El Prat, que no era en tantas ocasiones como le gustaría, ya que sus compromisos profesionales la mantenían cerca de su familia pero gracias a Skype. A esa ciudad que la llenaba de recuerdos de su infancia, que le devolvía a las calles que sin descanso y de punta a punta recorría de la mano con su abuela, siempre con la mirada puesta en las fachadas. A esa ciudad que la transportaba al cobijo de su casa y de aquellas cortinas blancas de lino bordado con que su madre despertó su vocación, ella nunca lo hubiera imaginado entonces, y que hoy la habían traído de vuelta a su infancia, a su pasión y a su ciudad para participar como conferenciante en InteriHotel 2014.
Texto: Cristina Bea
*Este post opta al “Premio al mejor artículo de blog de interiorismo hotelero de InteriHOTEL (www.interihotel.com)